El paradigma marxista de la lucha de clases sustituyó al
enfrentamiento entre pobres y ricos, un fenómeno tan antiguo como la aparición
del sedentarismo y la agricultura. Hoy vuelve esa vieja distinción entre ricos
y pobres, aunque adquiere nuevos nombres: casta/gente, élites/pueblo, los de
arriba/los de abajo. Por su evidencia y utilidad, resulta muy difícil
ignorarla, adopte el nombre que adopte. Cosa muy distinta es definir la línea
de separación, establecer un criterio objetivo que no nos lleve a groseras
simplificaciones.
La izquierda, que organiza todo su discurso a partir de
esa distinción, se encuentra en la práctica con muchas dificultades para ser
coherente y transmitir un mensaje claro. A mi modo de ver, esta es una de las
causas del desmoronamiento y desprestigio de la socialdemocracia y el
progresismo (no van a salvarse por más que se les insufle el, también agotado,
término “liberal” -socioliberal, progresismo liberal...-). Lo que la izquierda
necesita es un nuevo paradigma, un marco o esquema mental distinto que asuma e
integre la tradicional división entre pobres y ricos, sin negarla, pero
transformándola en una idea más objetiva y positiva.
Para ello, lo primero que debemos superar es la equívoca
distinción entre trabajadores y empresarios. Cuando el trabajo era
fundamentalmente físico y manual, el trabajador se distinguía claramente del
empresario porque empleaba su fuerza física como base de su trabajo. Esto
desapareció en la medida en que la producción fue relegando la fuerza física a
un papel secundario frente a otros tipos de fuerza o capacidad de trabajo
(habilidades, conocimientos, preparación, experiencia, creatividad, gestión,
etc.). Desde entonces han ido surgiendo otros términos que tratan de definir
mejor el tipo de trabajo que se realiza: empleado, asalariado, profesional,
funcionario, técnico, administrativo, gestor, directivo…
A medida en que la sociedad industrial evoluciona, la
clase obrera deja de ser homogénea y debe acoger en su seno a trabajadores cuya
situación económica y social se parece muy poco a la del obrero industrial tradicional.
De hecho, el concepto de clase obrera tuvo que enfrentarse desde sus inicios al
problema del campesinado, entonces muy numeroso, un sector de la población que
no encajaba, o encajaba muy mal, en la definición marxista de obrero o
trabajador. Se inventó entonces eso de la pequeña burguesía, un apaño bastante
burdo. Sin embargo, desde hace más de dos siglos seguimos atrapados y
condicionados por esta terminología, cada día más inservible para definir y
describir lo fundamental: cuáles son las contradicciones, conflictos y
problemas básicos o estructurales que determinan el orden social, el
funcionamiento de la economía y la cohesión social.
La primera conclusión es que no existe hoy un único elemento
que condicione todo lo demás, tal y como definió Marx a la “infraestructura
económica”. La economía sigue siendo el elemento que más determina el
funcionamiento de una sociedad, pero separar hoy la actividad económica de todo
lo demás es imposible. La economía no es una actividad autónoma o aislada,
depende a su vez de un entramado de factores, actividades y relaciones sin las
cuales no podría existir.
La descripción o determinación del nivel económico sirve
para distinguir o clasificar a los individuos en grupos sociales, pero dado que
se trata de un continuo sin cortes bruscos, determina los extremos, pero no
marca fronteras claras dentro de ese conglomerado en el que hoy se ha
convertido la antigua clase obrera. Asentar un programa político exclusivamente
en el nivel de renta económica conduce inevitablemente al fracaso. Es
imprescindible tener en cuenta un conjunto de factores interrelacionados que
determinan el malestar o el bienestar de una sociedad en su conjunto, de un
grupo concreto o, como hoy es más adecuado, de una mayoría social (esa que nos
permite hablar del bien común).
Es desde esta perspectiva desde la que resulta importante
que la izquierda integre en su discurso el trabajo de los empresarios,
considerando que realizan una labor imprescindible para el mantenimiento de una
sociedad. Puede que los empresarios no acepten ser considerados trabajadores,
pero creo que harían bien en cambiar de opinión. Eso les exigiría, claro,
establecer dentro de ese, también conglomerado, al que llamamos empresariado,
una clara distinción entre quienes trabajan y viven de su trabajo empresarial,
y aquellos otros, también considerados empresarios, que sólo viven de sus
privilegios. Poner énfasis en la condición de empresario trabajador, superando
prejuicios aristocratizantes, legitimaría el derecho al beneficio, eso que la
izquierda sigue sin atreverse a defender, como si fuera algo en sí mismo rechazable
o injusto.
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