(Foto: S. Trancón)
La Castilla de los autores de la Generación del 98 ya no existe. Castilla la Vieja, que se extendía desde las montañas de León a Gredos, de los Pirineos hasta la Cordillera Central, de la Penibética a Portugal, esa Castilla interior, la meseta más elevada de Europa, cuyo sistema ecológico se inició en la época romana, con la lenta desaparición de los bosques de robles y encinas, y su sustitución por trigales, huertas, frutales y viñedos, esa Castilla inmensa, llena de una pujante vida vegetal, agrícola y faunística, sencillamente, ha desaparecido. La mal llamada agricultura industrial ha arrasado campos, huertas y montes, y lo que hoy vemos ya en nada se parece a lo que hasta hace nada fue.
Recientemente crucé la meseta rumbo a mi tierra, León. Desde la ventanilla del coche intentaba descubrir los trigales de mi infancia, la cabeza doblada de las espigas meciéndose en el viento, formando olas de una suavidad musical, de madrigal de Verdi; los colores, las amapolas, los linderos de arbustos y zarzas llenos de pájaros, las mariposas, los insectos, los cernícalos y milanos sobrevolando la inmensidad. No veía nada, ni trigales, ni árboles, ni pájaros: sólo una masa inmóvil, de un color marrón desvaído, que no lograba identificar.
Me desvié hacia Urueña, esa villa medieval amurallada, levantada sobre un cerro, que ha sabido encontrar un motivo para conservar su arquitectura: convertirla en villa del libro, abriendo librerías en los viejos caserones de piedra y vigas de roble ennegrecido. Al volver por la carretera que me llevaba de nuevo a la autovía, ya profundamente intrigado e inquieto, me paré para ver qué era esa masa parduzca que cubría los campos. Descubrí, horrorizado, que era trigo. Unas espigas irreconocibles, cuyo tallo apenas medía treinta centímetros, lo inundaba todo, sin dejar nada al descubierto, sin surcos, sin un terrón de tierra en el que no apareciera un manojo tupido de espigas. Cogí una de aquellas espigas: los granos eran pequeños, desvaídos, sin nada que uno pudiera identificar con el color vivo y anaranjado del trigo maduro. Al extender la vista se me encogió el estómago, tuve la sensación de contemplar un campo posnuclear.
¿Qué Chernobil ha caído sobre los campos machadianos de Castilla, de Unamuno, de Azorín? Un trigo transgénico o modificado que sólo crece con las semillas vendidas por las grandes multinacionales, que han logrado desterrar toda la diversidad de trigos cultivados y seleccionados durante milenios para adaptarse a cada lugar; una tierra agotada, unos campos sometidos a la superproducción industrial, atravesados por tractores que arrasan todo cuanto pillan a su paso (nidos, madrigueras, insectos, reptiles, flores, arbustos…); pesticidas, herbicidas, abonos minerales, que han matado todo cuanto se movía por encima y por debajo de los surcos, los invisibles microorganismos que hacían posible una vida vegetal espontánea y la fertilidad del suelo. Ha desaparecido en pocos años toda la flora, toda la fauna, toda la vida exultante que bullía entre los abrojos, las cunetas, los linderos de zarzas, arbustos, juncos y espadañas, árboles, huertos, frutales, palomares, acequias, regueros, sebes…
Han desaparecido los pájaros, los verderones, verdecillos, palomas torcaces, trigueras, tórtolas, alondras, mariblancas, codornices, perdices, avefrías, pardillos, avutardas, milanos, cernícalos, carras, carboneras… Las ranas, los sapos campaneros, los saltamontes, las arañas, los escarabajos, las culebras, los lagartos… El zorro, la garduña, la lechuza, el búho, las águilas, los murciélagos… Amapolas, tomillo, cardos, margaritas… Han sido violentamente arrancados viñedos, cepas milenarias entre cuyas hojas se ocultaban las liebres… Hablo de memoria, recordando nombres de mi infancia; los biólogos y botánicos podrían poner miles de términos a toda esa biodiversidad floreciente que convertía los campos áridos y sedientos en una exhalación de vida, que uno percibía en los olores, los colores, la variedad de tierras, lomas y campos, ninguno igual al otro.
Hoy, en su lugar aparecen campos arrasados, infértiles, monótonos, muertos. Los campesinos ya no cultivan ni huertos ni frutales ni viñas, ni nada que pueda atraer y hacer florecer la vida a su alrededor. Todo esto ha sido sustituido ¿por qué? Por nada, simplemente ha desaparecido. Hoy Castilla se parece más a una explotación agrícola yanquee, que a lo que fue y le dio vida durante siglos.
P.D. Una de las mayores estupideces que los campesinos de hoy están cometiendo es la eliminación de las semillas autóctonas por las que les venden las multinacionales. Para quien no lo sepa: esas semillas se venden con el señuelo de la mayor productividad y resistencia a plagas e insectos, pero tienen el pequeño inconveniente de que sus frutos (espigas, en este caso) producen semillas infértiles. Para volver a sembrar un campo hay que volver a comprar las milagrosas semillas, cuyo monopolio pertenece a las grandes multinacionales. Quedamos todos así, y no sólo a través del petróleo, en manos de los mayores depredadores y explotadores que ha habido en la historia. Creo que hubo (y parece que sigue habiendo), un Ministerio de Medio Ambiente… ¡Qué sarcasmo!
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1 comentario:
Esa es la otra cara del progreso.La codicia el abuso el poder...Quedan pocas cosas auténticas.Hoy hablo desde el buen sabor de la nostalgia.Emi
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