En el verano del 2006 pasé unos días perdido en una masía del Solsonés. Era la casa del “masové”. Al lado de una huerta, entre rocas, había un estanque redondo que recogía el agua de una fuente. De noche cantaban las ranas con una croar tan potente que parecía salido de la garganta de un dinosaurio. Aquel extraño rugir, en medio de la noche oscurísima, venía de lo más profundo del pasado y me llevaba a un mundo primigenio, una era anterior al hombre.
Una noche aquel concierto del cretácico cesó de repente. Me quedé quieto entre las sombras gigantes y lúgubres de los árboles. Oí un resoplido ronco y prolongado, seguido de suaves gruñidos. Crujieron unas ramas y hojas secas. Los pasos se hicieron más sigilosos, pero cada vez se oían más cerca de mí. Vencí el impulso de escapar corriendo hacia la masía y me dispuse a encarar aquello, fuera lo que fuera. El silencio se hizo interminable. Volvió poco a poco el coro de ranas, al principio alternando pequeños gorjeos, luego con una furia ensordecedora, como en la tragedia griega hacían las Gorgonas y las Erinias.
Me creí libre del peligro, pero en cuando me dí la vuelta para regresar, al girar mis ojos, que iban barriendo la negrura que me rodeaba, me deslumbró un pequeño resplandor. Fijé la vista, como abriendo un agujero en la noche, y dos ojos rojizos quedaron enganchados a los míos. Un feroz gruñido y un retumbar el suelo como si se iniciara un terremoto, fue lo último que recuerdo.
El impresionante jabalí me dio un cabezazo en el estómago y me lanzó a un lado. Caí entre unas zarzas y por fortuna no me rompí ni un hueso. Hasta mi bazo quedó intacto. Eso sí, el moratón me llegaba hasta el pecho. ¿Qué ocurrió? Pues de modo inesperado, en una milésima de segundo, oí una voz que surgía de mi interior, y sin palabras me dijo: abandónate, no opongas ninguna resistencia.
Volé como un espantapájaros y lo vi todo desde el aire. El jabalí, con todas sus cerdas erizadas, como púas, siguió su trote hasta perderse entre los arbustos.
Siempre he sido un poco temerario. De pequeño me gustaba salir al bosque en medio de la noche para retar a las monstruosas sombras que me salían al camino. Me gustaba sentir pavor, pero dominarlo. Si algún día esas figuras me dejaban tranquilo y el paseo nocturno acababa sin sobresaltos ni visiones de ningún tipo, volvía desilusionado.
P.D. Otro día contaré cómo me pasé una tarde absorto, mirando el agua verdeclara del estanque, contemplando a una culebra, a las ranas y sapos y a las golondrinas que volaban rasgando levemente la seda del agua con su pico.
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