(Foto: K.Badillo)
Me levanto. Subo la persiana: caen grandes copos de nieve. El viento los zarandea, formando cortinas que se entrelazan. Puntos de luz condensada que hacen un corto viaje, caen a tierra y se disuelven lentamente.
Algo, la fuerza de la vida, atrae la energía que atraviesa en todas direcciones el universo, forma un conglomerado de átomos y ahí queda atrapado ese pequeño haz de conciencia que somos.
Un breve viaje, antes de desaparecer en la nada, en el mar de la conciencia cósmica, sea lo que sea, nos permite vislumbrar el todo, disfrutar de abismales y deslumbrantes visiones. Cuando digo visiones me refiero a todo lo que el cuerpo, como totalidad unificada, puede percibir y sentir, más que a imágenes visuales.
El joven Spinoza se propuso “investigar si existía algo que, hallado y poseído, me hiciera gozar eternamente de una alegría continua y suprema”. Creyó encontrarlo en “el conocimiento de Dios”, o sea, “el conocimiento de la unión que la mente tiene con toda la naturaleza”. Deus sive natura.
Hace frío. Recuerdo los inviernos de mi infancia. Me veo detrás de unos cristales: la nieve se acumula en la barandilla de hierro de mi balcón. Los pardales, ateridos, se refugian debajo de las tejas. Una lavandera revolotea delante de mi ventana. La abro de par en par y el pajarillo se cuela dentro. Se posa encima de un aparador y agita su larga cola de arriba abajo. Esparzo unas migas de pan y cierro la puerta, despacio. Miro por la rendija de la cerradura y veo a la pajarita, después de un breve titubeo, picotear encima de la mesa camilla. Camina, adelantando una pata cada vez; no da saltitos, como los gorriones.
Mi mente es el copo de nieve que va por el aire y la pajarita que picotea la miga, ese otro copo que mi mano infantil esparció sobre la mesa.
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