(Foto: Carlos Guzmán. Palomar. Valderas)
Prosigo con mi análisis de lo que ocurrió en nuestro país con los
judíos a partir del siglo XV, y en qué medida su expulsión y persecución
influyó en nuestra historia, dejando una huella que llega hasta el presente.
Para empezar, conviene aclarar algunos términos. Distingamos entre judaizantes, criptojudíos y conversos.
Judaizante no era el converso que hacía proselitismo del judaísmo entre otros
conversos o cristianos. La Inquisición llamó judaizante a cualquier converso
que continuara practicando o creyendo en el judaísmo, con independencia del
grado de fidelidad u observancia que mantuviera de su antigua fe, y sin
necesidad de que hiciera propaganda o difusión de sus creencias. Por principio,
todo converso era sospechoso de judaizar. La Inquisición justificó su
implantación, de hecho, en este supuesto, pues no se creó para perseguir a los
judíos (después del Decreto de Expulsión habían desaparecido oficialmente del
país), sino para detectar y eliminar a los falsos conversos.
Criptojudío es un término reciente con el que nos referimos a aquellos conversos
que claramente trataron de no asimilarse ni integrase en el cristianismo, que
mantuvieron consciente y voluntariamente su adhesión al judaísmo a pesar de no
poder manifestar sus creencias ni observar la mayoría de las prácticas judías.
Con el tiempo estos judíos ocultos, aislados y sin el apoyo del grupo, apenas
lograron mantener el recuerdo de sus orígenes, pero es sorprendente que hasta
hoy mismo hayan resistido a la asimilación, como es el caso de los chuetas de
Mallorca.
Conversos eran todos los judíos y sus descendientes a partir de 1492, pues
obligatoriamente debieron bautizarse y convertirse para no ser expulsados de
Sefarad. Dentro de este grupo existió una gran variedad, que iba de los
cristianos más fanáticos y entusiastas a los más tibios e indiferentes, pasando
por los heterodoxos, los reformadores o los clérigos (curas y frailes), los
vacilantes o los escépticos y descreídos. El término marrano se aplicó a todos los conversos, pero especialmente a los
de origen portugués o a los que, habiéndose refugiado en Portugal en 1492,
tuvieron que volver a partir de 1497 en que fueron bautizados colectiva y
forzosamente. Es muy sintomático el desplazamiento semántico de la palabra
marrano, que acabó usándose para referirse al cerdo, precisamente porque su
carne era tabú para los judíos. Sefardí
es el nombre con el que se identifican todos los judíos descendientes de los
expulsados en 1492.
También conviene aclarar algunos términos hebreos. Goim
son los no judíos, los gentiles; todos los conversos fueron considerados por
los rabinos goim, excluidos o apóstatas. Los anusim son los judíos
forzados a convertirse contra su voluntad que lo hicieron para salvar su vida.
Los meshumadim,
por oposición, fueron los conversos voluntarios. Los malsín, por último, eran
los delatores o traidores que denunciaban a su antiguos correligionarios.
También se usan a veces confusamente los términos con los que se
identificaba a los distintos tipos de condenados por la Inquisición. Penitenciados o reconciliados eran los condenados que abjuraban (renegaban) de su
fe judía para aceptar la cristiana. Había dos tipos, los que abjuraban “de levi”, o sea, los que eran condenados
por delitos leves, y los que abjuraban “de vehementi”,
o sea, los que habían cometido delitos más graves. Por oposición, los impenitentes eran los que no renegaban
de sus errores o delitos y se mantenían fieles a su fe. Los relajados o relapsos eran los reincidentes, los que volvían a ser descubiertos
y condenados de nuevo.
Las penas que imponía la Inquisición eran muy variadas, en función de
la calificación de sus delitos. Iban desde llevar el sambenito, a veces de por vida (un sayón amarillo, casaca o capote
con la cruz en aspa de San Andrés en el pecho y la espalda); entregar una “limosna”
(una cantidad de dinero); la cárcel, los azotes, el escarnio público llevando,
por ejemplo, la coroza (un capirucho
grotesco como los que pintó Goya) o figurando sus sambenitos colgados en las
iglesias; las galeras (encadenados como esclavos remeros en los barcos de la
Armada real) y, en el caso de algunos reconciliados de vehementi, el garrote y luego la hoguera, y directamente al
quemadero (o sea, eran quemados vivos) para los relajados. Los huidos o
desaparecidos eran quemados en efigie, o sea, sustituidos por un monigote del
que se colgaba su nombre y condena. También se podía condenar a los muertos, en
cuyo caso se les desenterraba y sus restos eran quemados públicamente. Fue el
caso de la madre de Luis Vives, por ejemplo, que había muerto de la peste antes
de ser condenada.
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