¿Qué era la Inquisición?
¿Cómo actuaba? ¿Cómo influyó en la sociedad española?
Estas preguntas siguen siendo hoy importantes, no sólo para los que
nos consideramos vinculados con quienes padecieron directamente la persecución inquisitorial, sino para
cualquier español que quiera entender el pasado y el presente de su país. A
investigadores como Américo Castro o Julio Caro Baroja debemos que este tema
haya tomado la relevancia histórica que merece.
La Inquisición Española fue un instrumento de control social mediante represión
ideológica, cultural y política, al servicio directo de la Iglesia y la
Monarquía. Su objetivo era imponer un catolicismo estricto en la mente, la
conciencia y la conducta de todos y cada uno de los españoles, aplastando
cualquier heterodoxia o desviación de los dogmas e interpretaciones que de la
fe cristiana hacía la Iglesia. Al imponer la uniformidad religiosa, la
Monarquía logró establecer un poder político estatal que sirvió de base para el
desarrollo del Imperio español.
La discusión sobre qué hubiera sido de España si no hubiera triunfado
la intransigencia y el modelo monárquico-católico es una discusión inútil y
llena de trampas, pues obliga a juzgar la historia con hipótesis puramente imaginarias.
Lo único que podemos juzgar son los hechos, sin pretender justificarlos, a
posteriori, con argumentos que nada tienen que ver con los hechos mismos.
Ciñámonos, por tanto, a describir la actuación de la Inquisición y sus
consecuencias.
Hay un dato que pone de manifiesto la tragedia de la expulsión y nos
puede ayudar a comprender mejor algo de lo sucedido. H. Kamen, nada sospechoso
de parcialidad, señala que murieron 25.000 judíos durante los viajes al exilio.
Perecieron en el mar, pero también en los caminos; murieron a causa de tormentas y
enfermedades, pero también por los asaltos y ataques que sufrieron. Se difundió
por ejemplo que, dado que no podían llevar consigo ningún bien, ni dinero ni
oro ni plata, algunos ocultaron en su cuerpo joyas y diamantes. Al ser
asaltados, muchos fueron acuchillados para descubrir lo que ocultaban en sus
entrañas.
¡Qué tremendo dilema, la conversión forzosa o la incertidumbre y
penalidades de un exilio sin rumbo ni destino fijo! ¡Qué cúmulo de sentimientos
y reacciones contradictorias! Renegar de la fe, desvincularse de su pueblo,
aceptar el ser tenidos por traidores, cobardes, apóstatas… o echarse a los
caminos llenos de peligros, embarcar en frágiles y abarrotadas embarcaciones,
perder todos los bienes, abandonar la tierra de sus antepasados, una historia
milenaria. Muchos se consolaron pensando que aquella desgracia sería pasajera,
que pronto podrían volver, por eso tantos se refugiaron en la cercana Portugal.
Otros confiaron en que podrían seguir manteniendo clandestinamente su fe, que
sólo serían católicos de apariencia, pero no en su corazón.
Todas estas dudas, la diversidad de opiniones y comportamientos, acabó
debilitando los vínculos de parentesco y amistad, rompiendo la unidad de las familias
y grupos, un drama de tremendas consecuencias, pues la pervivencia y resistencia
del pueblo judío siempre se ha basado en su cohesión interna y la capacidad de transmitir
creencias, actitudes y estructuras psicológicas gracias al núcleo familiar y las
relaciones del grupo. En su lugar se estableció la desconfianza, la traición y el
miedo. Un primer efecto fue la aparición de fanáticos conversos de origen judío,
que acabarían convirtiéndose en sus perseguidores más acérrimos y temibles. Un caso
sintomático es el de los dos primeros inquisidores generales, Tomás de Torquemada
y Diego Deza, los dos de origen judío.
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