El lector curioso podrá enterarse de que ando metido en escribir un libro raro, y que este acróstico quizás prologue. O simplemente leerlo con algún provecho.
Es la hoja perecedera y desde lo alto de la rama
se viene al suelo
temblando, pero serena ca-
e y con leve crujido desprendida
libra la batalla de haber sido
y no por ello perecer, dejar de ser,
belleza suspendida en el aleteo,
roce de oro, plateada, morada,
ocre o amarilla, hasta encontrar, fugitiva de lo alto,
el suelo que sostuvo su fragilidad.
Solitaria, espera ahora en la inmovilidad la
caricia de la lluvia, que devolverá la suavidad a su
rugosa piel, oscura ya por la cercanía de la noche.
Y así, poco a poco, la tierra la acogerá en su seno,
tapada, cobijada, sumergida lentamente y
o con voraz sigilo, los microscópicos, invisibles to-
pos la disolverán hasta convertirla en esponjosa carne.
Oscura, incansable, infatigable y lenta la muerte,
rodea de silencio y vacío el hueco que
sella con su boca, pero de esa nada resurge
anhelante la lechosa savia, y contra la dura roca
nuevamente busca la luz, líquida hoja,
tierna y ansiosa ascensión, creando un nuevo círculo,
impalpable empeño que anilla el tronco endurecido,
apretándolo contra sí mismo.
¿Goza lo profundo subiendo hacia la rama
o es la hoja la que goza, derramando su anhelo?
Todo es lo mismo y nunca igual, después ahora, porque
rueda el ayer sobre el hoy, y el hoy sobre mañana.
Así la vida, con su muerte, y la muerte con su vida,
nada escapa de su ser, pero lo que retorna no es lo mismo,
cada vez más pura la verdad,
o acaso sólo nosotros menos ciegos.
Nunca volverá lo que fue, ni lo que eres ni serás,
contada y agotada tu vida, aspirada por la voz de otro, inscrita,
ungida, transformada la llama en verde rumor, como la hoja,
embebida de luz, flotando en la eternidad, tor-
nando lo mismo a ser de nuevo diferente.
Transforma la vida nuestro fugaz viaje,
aquellos ríos de leche sobre la tierra derramados,
la angustia de no ser, en gozosa incertidumbre,
acogedoras,
vivas,
infinitas ramas del árbol de la sabiduría cargadas de oro.
De día y de noche corre un manantial
a lo largo del camino que recorremos.
De innumerables pisadas, aún
empapados los pies de niebla, va surgiendo el surco
desnudo, esculpiéndose en la fría roca
y dibujando la senda oculta que los más atrevidos,
navegantes de la noche, buscan con empeño,
obstinados ojos que quieren ver la primera luz.
Del monte oscuro hacia la cumbre, de nieve y fuego,
nacen los rayos que atraviesan el muro que guarda
altivo los secretos del desterrado, e-
rrante peregrino de sí mismo que necesita
descifrar el enigma, contar a otro con
agitada voz, encendida la mirada
pero sereno el semblante, aquello que sabe y n-
o conoce, que conoce y no sabe,
rodeado de sombras, narrar lo que fue y es y será
su vida, su travesía hacia el
infinito, sellado ahora en esta misma página, ahora
mismo y para siempre, el retorno, ya imposible.
Es la hoja perecedera y desde lo alto de la rama
se viene al suelo
temblando, pero serena ca-
e y con leve crujido desprendida
libra la batalla de haber sido
y no por ello perecer, dejar de ser,
belleza suspendida en el aleteo,
roce de oro, plateada, morada,
ocre o amarilla, hasta encontrar, fugitiva de lo alto,
el suelo que sostuvo su fragilidad.
Solitaria, espera ahora en la inmovilidad la
caricia de la lluvia, que devolverá la suavidad a su
rugosa piel, oscura ya por la cercanía de la noche.
Y así, poco a poco, la tierra la acogerá en su seno,
tapada, cobijada, sumergida lentamente y
o con voraz sigilo, los microscópicos, invisibles to-
pos la disolverán hasta convertirla en esponjosa carne.
Oscura, incansable, infatigable y lenta la muerte,
rodea de silencio y vacío el hueco que
sella con su boca, pero de esa nada resurge
anhelante la lechosa savia, y contra la dura roca
nuevamente busca la luz, líquida hoja,
tierna y ansiosa ascensión, creando un nuevo círculo,
impalpable empeño que anilla el tronco endurecido,
apretándolo contra sí mismo.
¿Goza lo profundo subiendo hacia la rama
o es la hoja la que goza, derramando su anhelo?
Todo es lo mismo y nunca igual, después ahora, porque
rueda el ayer sobre el hoy, y el hoy sobre mañana.
Así la vida, con su muerte, y la muerte con su vida,
nada escapa de su ser, pero lo que retorna no es lo mismo,
cada vez más pura la verdad,
o acaso sólo nosotros menos ciegos.
Nunca volverá lo que fue, ni lo que eres ni serás,
contada y agotada tu vida, aspirada por la voz de otro, inscrita,
ungida, transformada la llama en verde rumor, como la hoja,
embebida de luz, flotando en la eternidad, tor-
nando lo mismo a ser de nuevo diferente.
Transforma la vida nuestro fugaz viaje,
aquellos ríos de leche sobre la tierra derramados,
la angustia de no ser, en gozosa incertidumbre,
acogedoras,
vivas,
infinitas ramas del árbol de la sabiduría cargadas de oro.
De día y de noche corre un manantial
a lo largo del camino que recorremos.
De innumerables pisadas, aún
empapados los pies de niebla, va surgiendo el surco
desnudo, esculpiéndose en la fría roca
y dibujando la senda oculta que los más atrevidos,
navegantes de la noche, buscan con empeño,
obstinados ojos que quieren ver la primera luz.
Del monte oscuro hacia la cumbre, de nieve y fuego,
nacen los rayos que atraviesan el muro que guarda
altivo los secretos del desterrado, e-
rrante peregrino de sí mismo que necesita
descifrar el enigma, contar a otro con
agitada voz, encendida la mirada
pero sereno el semblante, aquello que sabe y n-
o conoce, que conoce y no sabe,
rodeado de sombras, narrar lo que fue y es y será
su vida, su travesía hacia el
infinito, sellado ahora en esta misma página, ahora
mismo y para siempre, el retorno, ya imposible.
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