(Foto: S. Trancón)
Leibniz las llamó mónadas. O sea, unidades dotadas de “apetito” y “percepción”. Podemos imaginarlas como burbujas de energía. Esferas de luz autocontenidas. Así somos. Así podemos describir nuestra constitución energética. Metáfora, símil. No hay otro medio de aproximarnos mentalmente a algo que supera nuestra cognición.
Una fina capa nos aísla del mundo. Dentro se agita un conglomerado de partículas, ondas. Pero la capa que nos limita nos es opaca, sino transparente. Por ella pasan, nos atraviesan, miríadas de filamentos, oleadas de energía.
Encerrados, encapsulados, pero unidos a otras burbujas por una sutil red, un hilo finísimo, como tela de araña. La seda que construyen las arañas es maleable, se deja mecer por el viento, pero es más resistente que el acero. Así cada uno de nosotros, burbujas unidas a otras burbujas. Si se rompe el hilo, caemos al vacío, nos perdemos en el infinito.
Nuestro ser es una sucesión de capas de energía superpuestas. En cada estrato se mueve la energía con una vibración distinta. Capas que se compactan según se alineen con un filamento u otro. Los filamentos del universo nos traspasan y cada campo energético, cada capa de nuestro ser, se sintoniza o alinea con una cuerda, un hilo vibratorio de los infinitos que se agitan en el conglomerado cósmico.
La teoría de las supercuerdas avala esta interpretación. Las cuerdas de un zímbalo, de un arpa, de una cítara, de una guitarra. Como si cada vibración que saliera de esas cuerdas se extendiera hasta el infinito. Se producen melodías, armónicos, acordes, pero también choques, desacordes, distonías. Y todo es música, vibración invisible, intangible, inexplicable. Porque no es más que vacío, el eco del vacío.
Pero lo más importante, el hecho energético decisivo, es que estas esferas pueden percibir y, a través de la percepción, pueden llegar a ser conscientes de sí mismas y conscientes del misterio infinito que las rodea y en el que están suspendidas. ¿Cómo se produce este milagro?
Porque cada burbuja tiene un punto, un lugar que resplandece más que el resto de la energía que se aglomera en esa última capa, la que está más en contacto con el universo, y ese punto, ese foco, ese pequeño agujero, atrae a una gama determinada de filamentos según sea su posición.
Toda la humanidad tenemos ese punto, el lugar desde el que nos enfocamos para percibir el universo, en el mismo sitio, en la misma posición, y esto hace que todos percibamos el mundo del mismo modo. Pero, y esto es lo sorprendente, ese punto de alineación o enfoque, puede moverse, se puede desplazar y así alinearse con otro conglomerado de cuerdas, de filamentos. Esto significa la posibilidad de percibir otros mundos, o ver este mundo con otros ojos, desde otro lugar, con otra claridad.
Las pequeñas oscilaciones de ese punto desde el que percibimos la realidad y a los otros, eso es lo que explica nuestros cambios de estado de ánimo, de percepción, de conocimiento. Hay aquí un infinito campo de experimentación.
Para ello, lo decisivo, lo que nos permite descubrir la maravilla del universo y conectar con inimaginables conglomerados de energía o filamentos, es el ser lo suficientemente flexibles, abiertos, como para permitir que los envites, las oleadas de energía que cruzan el cosmos, nos golpeen y muevan ese punto de encaje de la percepción.
El requisito indispensable es romper el espejo de la imagen de sí, no permitir que las urgencias de la vida nos encierren dentro de esa burbuja, vuelvan cada vez más rígida y opaca es última capa, la de nuestro yo. Necesitamos mantener la cohesión de los campos de energía que constituye nuestro ser para relacionarnos con el mundo y no desintegrarnos, pero eso no nos condena al autismo, al ensimismamiento, ese transformar una burbuja transparente en un cascarón rígido, opaco, en cuyo interior sólo puede acumularse la oscuridad.
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