Todas las lenguas tienen un sentido musical, rítmico, sonoro y fonético propio, que las distingue de otras. Digo sentido para referirme a eso que se siente al oírlas y pronunciarlas. Tiene que ver, sobre todo, con la energía implicada en los ritmos respiratorios, musculares, articulatorios. Toda lengua es orgánica, porque su uso arrastra o exige una actitud corporal determinada.
El español es una lengua orgánicamente impulsiva, pero, al mismo tiempo, quizás como contrapartida a esa extroversión y compulsión fonética y vocálica, también es una lengua fluida, que busca la serenidad del arroyo que baja alegre entre peñascos, desprendiendo un aroma vegetal intenso y subyugante. Se mueve entre esos dos polos, y es buen escritor quien sabe combinarlos armónicamente.
Esta característica del español, tan ligado al cuerpo, la respiración y el oído, es algo que ningún hablante ni escritor puede ignorar o despreciar por capricho. Se nos impone internamente, de tal modo que nuestro cuerpo reacciona de modo inmediato ante una ruptura brusca de esa musicalidad interna de la lengua. Del mismo modo que detectamos una incorrección fonética, morfológica y semántica de forma automática, porque tenemos interiorizadas las leyes de articulación fonética, construcción morfológica y oposición semántica, así detectamos igualmente el sonido cacofónico, el tono inapropiado, el ritmo forzado, asmático o sincopado, la derivación arbitraria, la combinación chirriante de palabras, los sintagmas gramaticalmente correctos pero asemánticos, etc.
Vienen estas reflexiones a propósito de las miembras de la señora ministra, ya comentadas. Argumentan algunas académicas y académicos (los menos) que con el tiempo acaban aceptándose palabras que al principio nos suenan mal. Este relativismo auditivo ignora que precisamente una lengua viva y creativa, como lo es el español, busca siempre soluciones que no rompan nunca esas leyes internas y orgánicas de las que estamos hablando. Nunca introduce ni acepta cuerpos extraños ni agentes patógenos que destruyan la estructura básica y musical en la que se fundamenta. Y siempre encuentra la mejor solución.
Todo esto suponiendo, claro, que el oído, el cuerpo, la actitud orgánica de los hablantes y su sentido de la lengua no estén tan pervertidos que ya les dé lo mismo decir miembros que miembras, pilotos que pilotas, pelotas que pelotos, etc. Escribir es, antes que nada y sobre todo, respetar, revitalizar y dar sentido orgánico a la lengua. Aquí radica la verdadera creatividad.
1 comentario:
Recuerdo yo una anécdota, de Unamuno, me parece, en la que alguien, un alemán, inglés, u otro sajón cualquiera, afeaba a los españoles e italianos el vicio de hablar a voces.
El ibérico aludido (que a lo mejor era Ortega y no Unamuno) se encogió de hombros, y le contesó: si , claro: trate usted de gritar una palabra con dos vocales y siete consonantes.
En todos los idiomas se puede vociferar, o decir miembradas, pero en unos cuesta más que en otros entender al que vocifera.
Y eso es clave. Me temo.
Salud, Santiago.
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