(Foto: Ángela Galisteo)
Lame el cuenco de la noche el zumbido de las estrellas,
un abrir y cerrar de ojos ciegos sepultados en un barro de partículas atómicas.
Es de noche porque los ojos son agujas clavadas en la pupila de la cueva del cielo.
Escarba la pata del gallo en la sangre del atardecer que se coagula entre nubes de langostas
azuzadas por un viento de lanzas que se alargan hasta tocar la retina de las nubes.
El día se hizo noche porque ululaban perros blancos alrededor de las catacumbas descarnadas de la montaña
que se precipitaba con un silencio de huracanes sobre el mar.
Descríbeme la dulzura con que colocabas sobre tu mano los lagartos que acabaron ardiendo junto a tu boca.
Estos “versos” los he escrito a vuela tecla, sin pensar ni saber de dónde me salían las palabras. Es una especie de escritura automática, pero sin pretensión alguna de llegar a ningún inconsciente sepultado en mi memoria. Los transcribo (un poco retocados para darles continuidad sintáctica) para poner de manifiesto que es relativamente fácil dar gato por liebre en esto de la poesía. Parece que suenan bastante bien, dejan incluso una atmósfera de misterio y desconcierto en la mente del lector. Pero no se me ocurriría nunca el publicarlos como poesía, ni automática, ni deconstruida, ni nada de nada. Esta forma de escribir, sin embargo, es un buen ejercicio para vaciar la mente de ideas preconcebidas, para dejarse llevar por cierto flujo de imágenes y ritmos, imprescindible para escribir poesía.
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