(Foto: Estromatolitos)
Anoche dormía en mi cama cuando me di cuenta de que algo permanecía a mi lado, bajo el edredón, como un bulto. De pronto noté que se movía, se deslizaba y se pegaba a mi abdomen. Era una masa-monstruo, como un armadillo, que empezó a hincharse haciendo un ruido oscuro, como un crujido de tierra negra, que yo nunca había oído. Reaccioné de inmediato y golpeé fuertemente con las dos manos a la vez contra aquella especie de sapo grande e informe. Los manotazos fueron secos, levantando bien los brazos hacia atrás para coger más fuerza. Quería aplastar aquello, separarlo de mi piel y matarlo como fuera. Actué con total determinación, sin dudar un segundo, sintiendo que era cuestión de vida o muerte. Me desperté del todo al golpear contra el frontal de la cama, que es de madera maciza. Sudaba.
Ahora, doce horas después, todavía no logro quitarme del pecho y el abdomen la sensación de viscosidad y presión, como una masa esponjosa de aire denso, que está viva y consciente y flota y merodea a mi alrededor a la espera de un descuido, que me duerma o que me deje absorber por una preocupación, la de un posible cáncer estomacal, por ejemplo. En un instante me ha venido a la mente le imagen de una bacteria aburrida y otra de una especie distinta, la mitocondria, que se le acerca. Tienen una amigable charla, y la bacteria anaeróbica (la mitocondria) se introduce en el interior de la otra, la aeróbica. Se entienden tan bien y simbióticamente que ya no se separan más: así comenzó, según Lynn Margulis, la vida, la primera célula eucariótica de la que procedemos los homínidos más o menos humanos. Así parece que fue, más o menos.
O sea, me digo, que el secreto de la vida está en el acuerdo entre dos depredadores que llegan a un intercambio de energía ventajoso para la supervivencia de ambos. Endosimbiosis, se llama. Y este entendimiento va y lo cambia todo, hasta la composición física y química de la Tierra (la Hipótesis Gaia, o Gea, de James Lovelock).
Si conciencia es energía (no lo dudo), la conciencia ya está en el origen de la vida misma. Al igual que existe un intercambio de masa y energía, que es lo que sostiene la vida, ¿por qué no un intercambio de esa otra energía, la de la conciencia? Bien, pues ahí va mi hipótesis. Lo que anoche experimenté no fue más que un intercambio de energía. Una masa o un ser compuesto por esa energía de la conciencia, se intentó colar dentro de mí (el lugar elegido era el hara o dantián, el centro de nuestro equilibrio energético) para realizar un intercambio, como la primera bacteria y la mitocondria seductora. ¿Y por qué reaccioné tan violentamente? Pues sencillamente, porque no me gustó aquello, y no me pareció bueno el trato.
Si Castaneda tiene razón (leer El lado activo del infinito, a pesar de la pésima traducción), pues existirían lo que él llama los voladores, seres inorgánicos que se alimentan de la energía de la conciencia. A cambio de darnos conocimientos sobre la manipulación de la materia (base de la revolución industrial y tecnológica) se adueñan de nuestra energía más valiosa, la de la conciencia, dejándonos la imprescindible para seguir vivos, encapsulados en el yo y el autorreflejo (como si quedáramos encerrados en una burbuja especular y miráramos donde miráramos siempre nos veríamos a nosotros mismos). Si don Juan y Castaneda tienen razón, la influencia de estos bichos (algo así como Matrix) explicaría, entre otras cosas, las enormes estupideces que, a causa de esa merma general de conciencia, el hombre actual lleva a cabo con una obstinación ciega y suicida.
Así que, a pesar de todo, creo que hice bien al destrozarme las manos contra la cama.
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