Estoy convencido de que el yo es siempre nuestro principal problema, la fuente de nuestra infelicidad. Quien no encara su yo, la idea que tiene de sí mismo, queda atrapado en un laberinto absurdo. Como eso de “renunciar al yo” suena a máxima ignaciana, voy a aclararlo.
El yo no es ninguna esencia, sino una construcción mental. El yo es todo lo que ocurre en nuestro cuerpo y en nuestro cerebro cuando decimos “yo”. La palabra es fundamental, porque es la que sostiene una imagen difusa, un conglomerado de ideas y un automatismo emocional.
Quizás todo tiene su origen en un problema perceptivo: no podemos vernos a nosotros mismos si no es a través de un espejo. Pero esta percepción es siempre parcial, invertida e inestable. Por eso siempre nos resulta extraña. No podemos de verdad apropiárnosla, identificarnos por completo con ella. Por un lado, destacamos el rostro, fragmentando así la totalidad del cuerpo. Del rostro nos atraen los ojos, pero mirarse a sí mismo a los ojos es de lo más inquietante. ¿Quién mira a quién? Tampoco podemos ver el cuerpo como totalidad. Nuestra espalda es invisible. Además, en un sentido somos simétricos, más o menos (derecha/izquierda), pero asimétricos en otro (delante/atrás). Para colmo, nuestra idea de la perfección corporal resulta muy difícil verla reflejada en nosotros mismos. Todos tenemos partes de nuestro cuerpo que no responden a nuestro propio canon de belleza. Tendemos a no mirar esas partes o a obsesionarnos con ellas. Además, cambiamos mucho, de niños a jóvenes, de jóvenes a viejos.
El hecho es que, acaso como resultado de esta percepción problemática de nuestro cuerpo, no tenemos una imagen estable, aceptable, completa y objetiva de nuestro cuerpo, por más que lo intentemos.
Pero hay más: es una imagen fugaz. Las imágenes no se fijan más que momentáneamente en nuestro cerebro. No podemos dar a la “pausa”. Así que la imagen de nosotros mismos, de nuestro cuerpo y nuestro rostro, es volátil. Como referente acaba siendo más bien un hueco, el vacío que dejan unas imágenes imposibles de atrapar y mantener fijas en nuestro cerebro. Esto produce, creo yo, una angustia inevitable. Nadie, en el fondo, puede estar seguro de sí mismo, porque el modo como construimos la imagen de nosotros mismos es de naturaleza efímera, discontinua. Aunque nos pasemos horas y horas ante el espejo, en cuanto nos damos la vuelta esa imagen que tratamos de esculpir en nuestro cerebro va y se esfuma.
Recurrimos entonces, y por pura necesidad de acallar la angustia que engendra nuestra falta de continuidad visual, a un mecanismo mental más fiable: hacernos una idea estable de nosotros mismos. Digo una idea, por simplificar. En realidad son frases, pensamientos, mensajes que nos enviamos constantemente a nosotros mismos sobre quiénes somos, cómo somos, cuánto valemos y qué es lo que nos espera en la vida. Con retales del pasado y con proyecciones hacia el futuro, tratamos de dar continuidad a nuestro ser en sustitución de la fugacidad imaginaria que nos proporcionan los ojos.
Pero el pensamiento es también inestable, un fluir imparable. ¿Cómo dar consistencia a la idea de nosotros mismos? Pues de modo compulsivo, automático y obsesivo: mediante un diálogo interno casi ininterrumpido en el que nos repetimos hasta la saciedad frases sobre quiénes somos, cómo somos, cuánto valemos, etc. En general, este diálogo es casi igual en todos nosotros: necesitamos considerarnos seres singulares, especiales, importantes. Como resulta muy difícil mantener esta idea exaltada de nosotros mismos, ya que la vida se encarga a cada paso de demostrarnos lo contrario, no tenemos más remedio que afirmar nuestro yo compulsivamente, tratando de tapar todos los agujeros. Así el yo se convierte en un automatismo emocional siempre a la defensiva.
Bueno, pues a mí me parece que esta idea del yo, con el que acabamos identificándonos, partiendo de un hecho casi biológico, nos conduce, sin embargo, a un engaño, una trampa en la que caemos y de la que sólo de modo consciente y esforzado podemos salir, y nunca del todo. Vivir sólo para mantener nuestro yo es uno de los despilfarros de energía más desoladores. No sólo es una fuente permanente de tensión y angustia, sino de aburrimiento y dolor innecesario. Pero somos algo más que un yo, afortunadamente.
El yo no es ninguna esencia, sino una construcción mental. El yo es todo lo que ocurre en nuestro cuerpo y en nuestro cerebro cuando decimos “yo”. La palabra es fundamental, porque es la que sostiene una imagen difusa, un conglomerado de ideas y un automatismo emocional.
Quizás todo tiene su origen en un problema perceptivo: no podemos vernos a nosotros mismos si no es a través de un espejo. Pero esta percepción es siempre parcial, invertida e inestable. Por eso siempre nos resulta extraña. No podemos de verdad apropiárnosla, identificarnos por completo con ella. Por un lado, destacamos el rostro, fragmentando así la totalidad del cuerpo. Del rostro nos atraen los ojos, pero mirarse a sí mismo a los ojos es de lo más inquietante. ¿Quién mira a quién? Tampoco podemos ver el cuerpo como totalidad. Nuestra espalda es invisible. Además, en un sentido somos simétricos, más o menos (derecha/izquierda), pero asimétricos en otro (delante/atrás). Para colmo, nuestra idea de la perfección corporal resulta muy difícil verla reflejada en nosotros mismos. Todos tenemos partes de nuestro cuerpo que no responden a nuestro propio canon de belleza. Tendemos a no mirar esas partes o a obsesionarnos con ellas. Además, cambiamos mucho, de niños a jóvenes, de jóvenes a viejos.
El hecho es que, acaso como resultado de esta percepción problemática de nuestro cuerpo, no tenemos una imagen estable, aceptable, completa y objetiva de nuestro cuerpo, por más que lo intentemos.
Pero hay más: es una imagen fugaz. Las imágenes no se fijan más que momentáneamente en nuestro cerebro. No podemos dar a la “pausa”. Así que la imagen de nosotros mismos, de nuestro cuerpo y nuestro rostro, es volátil. Como referente acaba siendo más bien un hueco, el vacío que dejan unas imágenes imposibles de atrapar y mantener fijas en nuestro cerebro. Esto produce, creo yo, una angustia inevitable. Nadie, en el fondo, puede estar seguro de sí mismo, porque el modo como construimos la imagen de nosotros mismos es de naturaleza efímera, discontinua. Aunque nos pasemos horas y horas ante el espejo, en cuanto nos damos la vuelta esa imagen que tratamos de esculpir en nuestro cerebro va y se esfuma.
Recurrimos entonces, y por pura necesidad de acallar la angustia que engendra nuestra falta de continuidad visual, a un mecanismo mental más fiable: hacernos una idea estable de nosotros mismos. Digo una idea, por simplificar. En realidad son frases, pensamientos, mensajes que nos enviamos constantemente a nosotros mismos sobre quiénes somos, cómo somos, cuánto valemos y qué es lo que nos espera en la vida. Con retales del pasado y con proyecciones hacia el futuro, tratamos de dar continuidad a nuestro ser en sustitución de la fugacidad imaginaria que nos proporcionan los ojos.
Pero el pensamiento es también inestable, un fluir imparable. ¿Cómo dar consistencia a la idea de nosotros mismos? Pues de modo compulsivo, automático y obsesivo: mediante un diálogo interno casi ininterrumpido en el que nos repetimos hasta la saciedad frases sobre quiénes somos, cómo somos, cuánto valemos, etc. En general, este diálogo es casi igual en todos nosotros: necesitamos considerarnos seres singulares, especiales, importantes. Como resulta muy difícil mantener esta idea exaltada de nosotros mismos, ya que la vida se encarga a cada paso de demostrarnos lo contrario, no tenemos más remedio que afirmar nuestro yo compulsivamente, tratando de tapar todos los agujeros. Así el yo se convierte en un automatismo emocional siempre a la defensiva.
Bueno, pues a mí me parece que esta idea del yo, con el que acabamos identificándonos, partiendo de un hecho casi biológico, nos conduce, sin embargo, a un engaño, una trampa en la que caemos y de la que sólo de modo consciente y esforzado podemos salir, y nunca del todo. Vivir sólo para mantener nuestro yo es uno de los despilfarros de energía más desoladores. No sólo es una fuente permanente de tensión y angustia, sino de aburrimiento y dolor innecesario. Pero somos algo más que un yo, afortunadamente.
3 comentarios:
TAMBIEN CREO QUE ADEMAS DEL YO SOMOS Y TENEMOS ALEGRIA POR Y PARA VIVIR.LINARIA
Macarena Luna manda esta página de internet sobre un artículo titulado "El cerebro humano esta diseñado para la felicidad":
http://es.noticias.yahoo.com/ep/20080411/tes-el-cerebro-humano-no-est-diseado-par-c5455be.html
Una errata en el anterior comentario cambió el enunciado negativo en positivo. Me traicionmó el... consciente. Sin duda no pienso lo mismo que Mora y lo argumentaré en la próxima entrada. Eso de que nuestro cerebro está diseñado para la infelicidad es una creencia que trata de fundamentarse en un verdad biológica que no lo es tal.
Además, ¿qué significa eso de ser feliz? Me adelanto. Yo no busco ser feliz, sino ser libre, algo muy distinto.
Santiago Trancón
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