(Foto: R. Ferrando)
Malos tiempos para definir nada. La definición, como expresión lógica y científica, goza de poco aprecio. Mucho peor si lo que uno pretende definir tiene que ver con el arte. ¡Vade retro! Y sin embargo, yo creo que el ejercicio de intentar definir algo es de los que más estimulan la mente. Así que, contra esta corriente derrotista y subjetiva, que huye de toda formulación precisa, yo me he atrevido a definir el teatro. Lo he hecho en mi libro Teoría del Teatro (Fundamentos) y nadie hasta ahora me ha replicado, refutado ni controvertido mi definición y teoría. La expongo brevemente, animando a su crítica.
Teatro, digo y argumento en mi libro, es una práctica artística en la que la realidad se hace ficción y la ficción realidad. El teatro es una realidad ficticia y una ficción real. Es un oxímoron, pero no un juego de palabras.
El teatro es real, contiene todos los elementos que caracterizan a un hecho real: concreción espacio-temporal, acción, actores y espectadores reales, de carne y hueso.
El teatro es a la vez ficción, porque nada de lo que vemos y sucede en escena podemos confundirlo con la realidad extrateatral, la de la vida misma. Es como si fuera real, pero sabemos que es ficción, invento artificial, construcción intencional.
Este rasgo esencial de teatro lo distingue del mero espectáculo, de la literatura o de la vida misma. Es espectáculo, pero espectáculo ficticio, no real, como puede serlo una tormenta o una corrida de toros. Necesita de un texto, pero no necesariamente este texto ha de ser literario, aunque tampoco tiene por qué renunciar a serlo. No es sólo literatura, porque la ficción literaria sólo sucede en la mente del lector, no en la realidad. Es vida, pero no como la vida misma, sino vida ficticia, vida “jugada”, “mimetizada”, separada del mundo real por una sutil barrera: la conciencia de los actores y espectadores que saben muy bien que lo que hacen y dicen no tiene un efecto directo sobre la realidad, que nadie va a tomarlo “al pie de la letra”.
Estas ideas, relativamente simples, sirven por sí solas para distinguir entre gato y liebre, y para rechazar esa estúpida idea de que “todo es teatro” y que, por tanto, “todo vale en el teatro”. No basta, por tanto, con que alguien diga “esto es teatro” para serlo. Puede ser cualquier cosa, incluso mucho más interesante que el teatro, pero no es teatro.
A mí no me gusta ser engañado y, sin embargo, cada vez veo menos teatro en los teatros. A veces un poquito, y todo lo demás es otra cosa; otra cosa que ni me interesa ni me estimula, porque sigo pensando que el teatro es siempre superior a esos sustitutos desvaídos, cargados de impostura, de delirios y de desvaríos cercanos a la patología. Cuando Angélica Liddell recibió hace poco un premio millonario, rodeada de la flor y la nata revenida de toda la oficialidad, se puso a gritar como una verdadera loca: nunca vi una imagen más patética de ese teatro que no es teatro, pero que grita que lo es.
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