(Foto: S.Trancón)
He pasado unos días en
Santiago de Compostela. Siempre me ha impresionado el Obradoiro, San Francisco, San Martín... Tantas y tantas iglesias, retablos de un delirio barroco desbordado, una muestra apabullante del poder de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, que permitió, a través del arte, desarrollar la imaginación de arquitectos, escultores y pintores hasta cumbres insuperables.
Cuando llegué a la
catedral, al caer la tarde, empezó a sonar el órgano y se inició una misa cantada, oficiada por el arzobispo compostelano. Aunque mantienen cierta solemnidad, las ceremonias actuales no son más que un pálido reflejo de lo que yo presencié de niño, una procesión de obispos y cardenales entrando por el Pórtico de la Gloria, con grandes cruces, palio y velones, bajo las voces del canto gregoriano, cuando la misa todavía se cantaba en latín. A su vez, esta ceremonia paleofranquista sin duda carecía del empaque y la imponente teatralidad de las celebraciones medievales y barrocas. Hay que imaginar la piedra gris que ahora vemos, pintada de vivos colores, toda la catedral una llamarada de inimaginables resplandores, claroscuros, filigranas y abstracciones geométricas. Como contraste, las retorcidas columnas cargadas de racimos y los inmensos angelotes desnudos sosteniendo el retablo central, con caras orientales que recuerdan las gigantescas figuras de
Buda.
Lo del
botafumeiro balanceándose de rosetón a rosetón, trazando el brazo de la cruz de las naves, es un resto de aquella imponente gestualidad. Que se usara para contrarrestar los malos olores de los peregrinos que dormían en las galerías de la catedral me parece una leyenda. Creo que no es más que una forma exagerada de ritualizar la quema de incienso, el humo blanco que -a través de un incensario gigante, que parece movido por las manos de un atlante invisible- se eleva hacia el cielo, como las almas puras.
Pero lo que más me ha impresionado esta vez, no ha sido comprobar que Santiago sigue siendo una ciudad única, cargada de una energía poderosa, melancólica y oscura, que puede llegar a aturdir, sino el descubrir la historia soterrada de los
criptojudíos de la ciudad. Frente al poder omnipresente de la Iglesia, es increíble que se haya asentado, en el entramado de calles que rodean la catedral (
Azabachería, Platerías...), una rica comunidad judía medieval, que tuvo que ocultarse o huir a partir del siglo XV. Lo sorprendente es encontrar hoy huellas de esta presencia, cinco siglos después de que la
Inquisición impusiera su ley de hoguera, sambenitos y galeras.
En la calle de
Troya, cerca de
Azabachería, descubrí una
panadería que me dejó desconcertado. En un pequeño escaparate aparecían unos cartelitos, escritos con una letra primorosamente trazada, sobre una serie de productos. No sólo se explicaba en ellos el “pan de los muertos”, sino el “pan ácimo”, el “pan de Challah o de J’alá”, “las orejas de Hamán”... Encima de un pan trenzado se podía leer: “
Pan de Challah o J’alá, pan judío para el sabbath, las tres ramas de la trenza simbolizan: LA VERDAD, LA JUSTICIA Y LA PAZ, en tanto que el acabado de semillas de amapola representa el maná, caído del cielo. Para las celebraciones del año nuevo judío Rosh Hashanah se prepara un pan en forma de espiral. Su forma redonda simboliza la continuidad”.
También se podía leer un
proverbio ladino: “
Lo que comiste o no comiste no importa, lo que importa es que te sentaste a la mesa”.
Lleno de curiosidad entré en la tienda y le pregunté a la dueña -una mujer alta y fuerte, llamada Bernarda-sobre todos esos productos judíos. De modo brusco me preguntó:
¿Tú eres judío? Yo, sorprendido, le respondí que no, pero que me interesaba mucho la historia de los judíos y conversos de España, que estaba realizando un trabajo sobre el tema. Le comenté que no sabía que en Galicia se amasaran esos dulces llamados “
orejas”, como en León, y que sin duda ese nombre prevenía del dulce judío llamado “orejas de Hamán” (relacionado con la historia de Esther), y que aparecía al lado. La reacción de la mujer fue lo que más me intrigó: ¡me miró como si yo fuera un espía de la Inquisición! Empezó a contradecirme, dijo que no, que también se hacían orejas en el norte de Italia, que la repostería y la panadería tenían influencias de todo el mundo. Que ella no era judía, ni su madre, aunque hacía un “mazapán” sin levadura... (La palabra "mazapán" se usa en León para referirse a una especie de bizcocho, y proviene de
matzá-pan;
matzá es la palabra hebrea utilizada para nombrar el pan ácimo o sin levadura). “
Pero por qué tiene esos panes y dulces judíos ahí”, le pregunto... “
Están sólo de exposición, no se venden”... Y continuó con el mismo tono: “
Supuestamente estamos en el barrio judío, por el nombre de las calles, los soportales... Ahí al lado está la iglesia de San Miguel, que dicen que era una sinagoga, y la calle de Jerusalén, pero...”
Leí entonces en la pared un texto sobre los “
nuevos cristianos”, copiado de no sé qué libro, en el que se comparaba el proceso de siembra del trigo hasta la elaboración del pan, con el proceso de conversión cristiana, y acababa la alegoría explicando cómo los que habían nacido fuera del bautismo debían someterse a trituración, ser molidos para formar parte de la masa del Cuerpo de Cristo, o sea, la Iglesia, cuyo fermento o levadura era la fe. No entendía nada. ¿A santo de qué colocaba toda esta literatura por la pared y el escaparate de la tienda? ¿Era una conversa renegada, llena de contradicciones? ¿O criptojudía y aquello una forma sutil de protesta?
Al día siguiente volví, después de enterarme por la página de internet de la panadería (
http://www.atroia.com/) que vendía pastas de hibisco, de jazmín, rosa, tomillo...Le pregunté qué pastas me aconsejaba, si la de jazmín, la de pétalos de rosa...
A mí esas no me gustan, me dijo sin más miramientos.
La de semillas de amapola, sí. Me puso cien gramos, me cobró una barbaridad y cuando yo le comenté que la elaboración de estas pastas sería fruto de una larga tradición, ella, de modo taxativo, me dijo que las había inventado ella... Que no iba a contarme una película para quedar bien, que ésa era la verdad... Y que si buscaba repostería “hebraica” la podía encontrar en
Ribadavia...
Observé la bolsita de papel, en que me sirvió las pastas, y en ella no aparecía ni el nombre de la panadería ni dirección alguna, pero por arriba había una cenefa en cuyo centro se veía una extraña cruz echa con dos cuadrados cruzados. Pero si uno se fijaba bien, podía ver las puntas de una
cruz de David doble, entremezclada en el interior de un cuadrado. Por debajo figuraba otro motivo que a primera vista parecían espigas alineadas, pero que en realidad eran “
menorás”,
candelabros de siete brazos...
Pienso ahora que esta extraña reacción refleja muy bien la
paranoia de los conversos, que este modo de hablar y de comportarse es fruto de una larga tradición de ocultamientos, miedos, prevenciones y contradicciones. Lo inquietante es comprobar que hoy, después de tantos siglos, alguien pueda seguir comportándose como en el siglo XVI, cuando el manifestar los orígenes judíos se supone que ya no comporta peligro alguno. ¿O quizás sí? Al hablar con esta mujer comprendí de golpe la compleja psicología del converso.
Afirmar y negar a la vez, ser y no ser, aceptar y rechazar... Esto es lógica y mentalmente imposible, pero muy posible en la vida, en los sentimientos, en el modo de comportarse y de hablar.
Comprobé luego que la
iglesia de San Miguel de al lado, en efecto, se asentaba sobre una antigua
sinagoga, porque su orientación norte-sur no podía tener otro origen. También me gustó ver plantado un olivo en medio de la
Ruela de Jerusalén. O los dos agujeros donde estuvo una “
mesusá” en la jamba derecha de granito de una casa, tapados con un taco de madera. Y la Rúa de los Bautizados...
Huellas de una presencia de más de dos mil años que aún hoy se pueden descubrir por los rincones más insospechados e insólitos de nuestra geografía. No sólo en las grandes ciudades, sino en pueblos perdidos, como
Peranzanes y Guímara, en los Ancares leoneses, donde el gremio de vendedores ambulantes (trajineros, albarderos, guarnicioneros, arrieros...) de origen judío, hasta tenía una jerga particular, el
burón...